La Niña de la Aguja

Cuento basado en la historia de Fely Campo escrito por Bozhana Stoeva ( Lo Invivisible Visible blog )

Amanecía. La ciudad de Salamanca todavía dormía. El crepúsculo se disipaba por las silenciosas calles. El eco de los pasos retumbaba por las baldosas que servían de vestimenta de las angostas travesías. Las pocas luces se asomaban por las ventanas de los edificios cuyos destellos se perseguían por la piedra franca que cubría las fachadas de los eternos palacetes solariegos. Detrás de una abertura se divisaba el rostro de una niña de profundos ojos oscuros. Se solía despertar temprano. Mientras los demás dormían disfrutaba del amanecer y de la intimidad que las primeras horas de la mañana le otorgaban en exclusiva a ella. Deambulaba por los vericuetos de sus sueños, trazaba el recorrido del futuro.

Tenía deseos simples, reales, humanos. Se imponía metas a largo plazo. Enumeraba los objetivos que parecían lejos del alcance. Sin haber leído las obras de Nicolás Maquiavelo era consciente de que las metas deberían proyectarse más allá de lo posible para alcanzar lo añorado. “Sólo apuntando lejos, el objetivo se consigue”, se decía la niña a sí misma.

Pronto su madre se levantaría y la sacaría del ensimismamiento. La desviaría del viaje por el país de los sueños. Le daría las tareas del día. Hasta la madrugada siguiente no volvería a la ventana a través de la cual se abría el amplio horizonte de un ahora y de un hoy, de un mañana y de un después.

La niña escuchó la voz de su madre desde un rincón de la casa. Era la hora de los quehaceres que le asignaban. Aún con algo de sueño se dirigió adónde la reclamaban. Tenía un mal presentimiento. Para animarse, optó por pensar en el paseo que daría más tarde por la ciudad. Escucharía el sonido de los pasos resonando por las grandes piedras francas de las rúas. Perseguiría las sombras que la luz diurna perfilaba por las fachadas de las casas señoriales. De camino a la Plaza Mayor, se detendría un instante en frente de la Casa de las Conchas. Se quedaría como si contase las conchas incrustadas investigando la técnica con la cual las manos de los albañiles las eternizaron y regalaron a la humanidad. Retomaría la ruta. Pasaría despreocupada por la calle de Padilleros desde donde continuaría otro recorrido allende las fronteras de Salamanca y las callejuelas por las cuales se perdía. Volvería al juego de la adivinanza en un intento de enumerar los nombres cambiantes de la calle de los mil nombres. Llegaría a la Plaza Mayor. Observaría como si la viese por primera vez la arquitectura singular. No era un cuadrado perfecto. Ninguna de sus fachadas medía lo mismo. Se esforzaría en entender la descripción que Miguel de Unamuno le había dado.

“Es un cuadrilátero. Irregular, pero asombrosamente armónico. ¿Qué sería esto?”, se haría la pregunta sin esperar una respuesta.“Algo útil debes de aprender”, la niña escuchó la orden. “Si no se estudia, se ha de dominar un oficio”, le introdujo el dedo en el dedal y le puso la aguja en la mano.

La niña se asustó. El castigo le pareció fuerte. Clavó los profundos ojos oscuros en los ojos de su madre. No percibió ningún indicio de misericordia, ni benevolencia. La madre se mantuvo firme en la decisión tomada. La niña había cumplido trece años. No le consentiría que destrozase su futuro. Si no quería estudiar, debería dominar un oficio.

La niña conocía a su madre. Una mujer con clase y estilo que venía de Valero. Había heredado la determinación de la gente que procedía de la Sierra de Francia. Cuando tomaba una decisión era inquebrantable. No cedería a las súplicas de la niña, no le consentiría incumplir la orden. Fue duro. El dedal se deslizaba. Se perdía entre la manita fina de aquella niña delgadita y delicada. Inclinada sobre la tela con la aguja de coser, asemejaba una muñeca de Lladró con pelo oscuro y ojos grandes como dos aceitunas. No hubo una alternativa. Obedeció al dolor de la aguja, a los callos que le provocaba el dedal. Día tras días repetía los intentos de coser las telas y ajustarse a los patrones que su madre le pasaba. No funcionaba. La madre observaba. Examinaba. No aprobaba.

Hasta que un día la niña se emocionó. Vio aquello en lo que no había reparado. El enfado no impedía percibir lo visible invisible entre las telas y los pinchazos de la aguja. Daría riendas sueltas a la imaginación. La creatividad la guiaría por los desvíos del destino. Haría sola lo que tanto deseaba para sentirse segura. Se diseñaría un bonito vestido a medida. Consciente de lo tímida que era escondería la timidez con aquello que ella misma se cosería.

“Manos a la obra. Al menos Mamá no se enfadará con mis malas notas en el cole”, pensó la niña.  La ventaja sería el propio estilo. Se elaboraría la ropa. Se vestiría con la elegancia de las actrices de las películas. No se sentiría rara.

La obligación se convirtió en pasión. La pasión en una dedicación. Se entregó en cuerpo y alma a la aguja y al dedal.

La madre la vigilaba, a veces desde la cercanía, a veces desde la lejanía. Dejaba el espacio a la niña.

La niña aprendía sola el oficio de modista. La costura era un mundo aparte. Según crecía descubría las peripecias del oficio y del entorno. Ser mujer emprendedora resultaba más que un desafío. Comenzaba a comprender mejor la dureza del carácter de su madre. Se levantaba antes del amanecer. Diseñaba, dibujaba, hacía a medida los vestidos y las prendas de las clientas. A mediodía se ocupaba del negocio. Buscaba las telas. Lidiaba con vendedores. Imponía autoridad ante la falta de respeto masculino. Se enfrentada a la desconfianza en áreas diversas. Continuó adelante fiel a las primeras clientas, las señoras de su querida Salamanca.

La niña trabajaba con empeño. Las clientas fieles traían a otras clientas. El negocio se expandía. La fama de la niña llegó a toda la Provincia de Salamanca. Señoras nobles, ricas y no tan ricas deseaban conocer a la Niña de la Aguja. Ávidas de tener un diseño exclusivo, de lucir vestidos irrepetibles en las fiestas o en una boda, pedían citas con antelación. Se enojaban cuando no lo conseguían.

La Niña de la Aguja no rechazaba a ninguna mujer que le acercaba al taller. Apreciaba el aprecio. Valoraba el valor de la confianza.

Cuando se cansaba o la inspiración se demoraba, la Niña de la Aguja se dirigía a la Plaza Mayor de Salamanca. Daba vueltas entre las fachadas irregulares. Se inspiraba en la armonía del cuadrilátero irregular, pero asombrosamente armónico. La compañía de los desconocidos que se acercaban a la plaza la hacía relajarse. La creatividad rebrotaba.

La Niña de la Aguja volvía al taller. Cogía con ansiedad el lápiz. Los dedos comenzaban a dibujar hasta que no consiguieran lo que esbozaba la imaginación.

Un día, después de haber paseado por el lugar de su inspiración, la Plaza Mayor de su querida Salamanca, se encaminó a casa. Bajando por la calle de Padilleros vislumbró un cartel. Se alquilaba un local. Eran las 9.00 horas de la mañana. A las 11.00 horas lo tenía alquilado. Dio el primer paso para salir de la ciudad natal y la Provincia de Salamanca. Llegó a Barcelona. Cruzó las fronteras de España. Alcanzó el reconocimiento en París, Milán y Londres. Conocía el éxito. Abrió tiendas en las famosas ciudades de la moda. Y cuando había recorrido caminos, encontró el lugar idóneo para estar en la capital de su país natal. Coincidencia o no, la esperaba en el madrileño barrio de Salamanca que el marqués de Salamanca concibió y diseñó para dar lujo y exclusividad a una ciudad en expansión.

Ideó un atelier tienda con encanto propio y la emoción que la aguja y el dedal le habían transmitido. Tímida como era y siempre lo fue, no colgó un cartel en la puerta. No escribió su nombre. Prefirió alojarse en un edificio donde de día el portero mantenía el portal abierto e indicaba adónde dirigirse a quienes preguntaban por ella. La Niña de la Aguja facilitaba con discreción las instrucciones y la dirección, calle de Jorge Juan 29, primero exterior derecha.

Al subir las escaleras de madera que crujen al unísono de los pasos, el índice de tantas manos conocidas y menos conocidas aprieta el botón del timbre. A veces abre ella misma, a veces alguien la ayuda. Al cruzar el umbral, se penetra en el mundo de la Niña de la Aguja. Con aprecio agradece el aprecio. Con cariño recibe y despide.

Cuando una clienta la visita, la Niña de la Aguja se detiene. A veces sentada, a veces de pie. Observa unos instantes. Se levanta. Se aleja. Vuelve y tiende una prenda. Retrocede unos pasos. Se fija en la imagen reflejada en el espejo. Dos miradas se cruzan. Una sonrisa ilumina la cara que observa desde el espejo. La esencia está captada. La mujer lucirá bella, feliz, contenta. Tímida e insegura, con mayor o menor autoestima, se sentirá segura.

“El antaño se quedó atrás, el presente es presente y el futuro se esboza en el horizonte”, pensó la Niña de la Aguja una mañana cuando se asomó al balcón del atelier madrileño. Los recuerdos se precipitaban, las vivencias avivaban las emociones.

Un día cualquiera la Niña de la Aguja camina por el barrio de Salamanca. Bajando por la calle de Jorge Juan, tiene la mirada dirigida en otra dirección. Observa en retrospectiva la imagen reflejada en los espejos de los amplios escaparates.

La Niña de la Aguja ha perdido miedo a la aguja. El dedal no le hace daño. Los pinchazos no la duelen. Las llamas delicadas de los dedos delgaditos se han acostumbrado a la aguja adquiriendo su propia protección. La cautela se centra en domar la aguja para proteger a la persona que prueba una prenda. Con suavidad ajusta el vestido a las curvas del cuerpo para transmitir la belleza en sus múltiples variaciones. Combina los colores al son de las tonalidades. Deben resaltar los tonos del pelo, la piel, los ojos. La esencia ha de prevalecer.

De pronto se para delante de un amplio portal en el número 5 de la calle de Jorge Juan. Donde antes se abría paso a los carruajes, la niña adulta entra con pasos firmes. Levanta la mirada ante el señor que le abre la pesada puerta de madera. Saluda con discreción. Vacila un instante ante los peldaños que conducen al interior. Contempla el entorno. Vuelve a dar las gracias a su madre que un día cuando tenía trece años le pusiera una aguja en la mano y un dedal en el dedo.

Debió aprender un oficio. Hubo de hacer algo útil. Lo hizo. Lo consiguió. Cayó muchas veces. Se levantó otras tantas. Se mantuvo erguida. Y llegó. Llegó lejos.

Quizás en aquel instante se acordase de lo que Rafael Farina cantaba “mi Salamanca bendita,… ay que te quiero, te quiero, … ay que te quiero cuanto te quiero. … Salamanca bendita/que cosita bonita tiene el tesoro de tu joyero/Salamanca bendita / Tres cositas bonitas, cante, flamenco toro y torero”.

Y desde la lejanía a la Niña de la Aguja le viene el susurro de su madre, “tres cositas bonitas… y una cuarta, la Niña de la Aguja, la cuarta cosita bonita que tiene Salamanca”.

Le abren la puerta del portal. La saludan con respeto y admiración. La han reconocido.

“¡Buenas tardes, Señora!”, la Niña de la Aguja escucha su nombre. “Un placer haberla conocido. Bienvenida”.

La emoción le provoca inseguridad. Se frena un instante antes de subir la escalera. Debe imponer autoridad a su propia timidez. Había aprendido camuflarla sin conseguir vencerla. Da la vuelta hacia atrás como si buscase un refugio para esconderse. Su familia, amigos íntimos, conocidos cercanos y caras desconocidas la esperan en la amplia sala de la segunda planta. Recobró la entereza. Afuera desde las calles más bonitas de Madrid sus modelos y diseños la saludaban y acompañaban.

Clava los ojos en la escalera blanca que culebrea a la segunda planta suavizando las esquinas y aligerando sus pasos. Peldaño tras peldaño se acerca al salón de actos.

Alguien le abre la puerta. La vuelven a saludar con admiración y respeto. Los aplausos se escuchan desde el interior. El acto empieza. Se anuncia el nombre de la invitada de honor a la cual rinden homenaje.

“Bienvenidos al Foro de Mujeres Extraordinarias. Nos gustaría presentarles y darle las gracias a nuestra invitada …”, y las miradas giran a la puerta por la cual entra la Niña de la Aguja.

La emoción no le permite proceder. Las lágrimas humedecen los ojos. Tímida al exterior, extrovertida en el interior, venció y convenció.

Venció y convenció desde donde Miguel de Unamuno advirtió que vencer no era convencer. A la Niña de la Aguja le sobró fuerza para oponerse y resistir a las injusticias. Convenció porque convencer significa persuadir. Y para persuadir a ella no le faltó ni lucha, ni razón, ni derecho. La Niña de la Aguja levanta la mirada hacia la pantalla grande. Avista su nombre escrito con letras blancas sobre fondo negro.

“Fely Campo. Más de 50 años dedicada a la moda”

A Fely, Fely Campo, con cariño y mucho más …, B.S.

el 23 de abril de 2024, El Parador de Ávila, Ávila

el 21 de abril de 2024, La Casa de la Princesa, Madrid

B.S.

Gracias Bozhana Stoeva por crear este maravilloso cuento, y gracias por déjarnos compartirlo con todos vosotros. Os animamos a todos a leer su trabajo en su página https://www.invisiblevisible.es/

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